Libros En Linea.... Halo:Alexandra Adornetto


<<¡Habla otra vez,oh, ángel luminoso!
En la altura esta noche te apareces
Como un celeste mensajero alado
Que, en éxtasis, echando atrás la frente,
Contemplan hacia arriba los mortales.>>
William Shakespeare, Romeo y Julieta
<<Allí donde miro ahora
Me veo rodeada de tu abrazo,
Mi amor, y vislumbro tu halo,
Tu eres mi gracia y salvación>>
Beyoncé, Halo


1
Descenso
Nuestra llegada no salió del todo según lo planeado. Recuerdo que aterrizamos casi al alba, porque las farolas todavía estaban encendidas. Teníamos la esperanza de que nuestro descenso pasara inadvertido y así fue en gran parte, con una sola excepción: un chico de trece años que hacia su ronda de reparto justo en aquel momento.
Circulaba en su bicicleta con los periódicos enrollados como bastones en su envoltorio de plástico. Había niebla y el chico llevaba una chaqueta con capucha. Parecía jugar consigo mismo un juego mental consistente en calcular el punto exacto a donde iría a parar cada lanzamiento. Los periódicos aterrizaban en las terrazas y los senderos de acceso con un golpe sordo y el chico esbozaba una sonrisa engreída cada vez que acertaba. Los ladridos de un terrier desde detrás de una cerca hicieron que levantara la vista y advirtiera nuestra llegada.
Miro hacia arriba justo a tiempo para ver una columna de luz blanca que se retiraba ya entre las nubes, dejando en mitad de la calle a tres forasteros con aire de espectros. Pese a nuestra apariencia humana, algo vio en nosotros que le sobresalto: tal vez porque nuestra piel era luminosa como la luna o porque nuestras holgadas prendas estaban desgarradas por el turbulento descenso. O tal vez fue nuestro modo de mirarnos los miembros, como si no supiéramos que hacer con ellos, o el vapor que nos humedecía el pelo. Fuera cual fuese la razón, el chico perdió el equilibrio, se desvió de golpe y cayo con su bicicleta en la zanja de la cuneta.
Se incorporo trabajosamente y permaneció paralizado unos segundos, como vacilando entre la alarma y la curiosidad. Extendimos las manos hacia el los tres a la vez, creyendo que seria un gesto tranquilizador, pero se nos olvido sonreír. Cuando recordamos como se hacia, ya era demasiado tarde. Mientras hacíamos contorsiones con la boca intentando sonreír como es debido, el chico giro sobre sus talones y salió corriendo. Tener un cuerpo físico nos resultaba extraño aun: había demasiadas partes que controlar al mismo tiempo, como en una maquina muy compleja. Yo me notaba rígidos los músculos de la cara y de todo el cuerpo; las piernas, y los ojos no se me habían acostumbrado a la amortiguada luz terrenal. Viniendo como veníamos de un lugar deslumbrante, las sombras nos resultaban desconocidas.
Gabriel se aproximo a la bicicleta, cuya rueda delantera seguía girando, la enderezo y la dejo apoyada en una valla, convencido de que el chico volvería a recogerla luego.
Me lo imagine entrando bruscamente por la puerta de su casa y relatándoles la historia a trompicones a sus padres atónitos. Su madre le despejaría el pelo de la frente y comprobaría si tenía fiebre. Su padre, aun con lagañas, haría un comentario sobre la capacidad para confundirte que tiene la mente ociosa.
Encontramos la calle Byron y recorrimos su acera, irregular y desnivelada, buscando el numero quince. Nuestros sentidos se veían asaltados desde todas direcciones. Los colores del mundo nos resultaban vividos y muy variados. Habíamos pasado directamente de un mundo de pura blancura a una calle que parecía la paleta de un pintor. Aparte del colorido, todo tenía su propia forma y textura. Sentí el viento en los dedos y me pareció tan vivo que me pregunte si podría alargar la mano y atraparlo; abrí la boca y saboree el aire fresco y limpio. Note un olor a gasolina y a tostadas chamuscadas, combinado con el aroma de los pinos y la intensa fragancia del océano. Lo peor de todo era el ruido: el viento parecía aullar y el fragor de las olas estrellándose contra las rocas me resonaba en la cabeza como una estampida. Oía todo lo que ocurría en la calle: un motor arrancando, el golpeteo de una puerta mosquitera, el llanto de un niño y un viejo columpio chirriando al viento.
­-ya aprenderás a borrártelo de la mente- dijo Gabriel, casi sobresaltándome con su voz. En casas nosotros nos comunicábamos sin lenguaje. La voz humana de Gabriel, según acababa de descubrir, era grave y suave al mismo tiempo.
-¿Cuánto tiempo hará falta?- Percibí con una mueca el estridente chillido de una gaviota. Mi propia voz era tan melódica como el sonido de una flauta.
-No mucho- respondió Gabriel-. Es más fácil si no te empeñas en combatirlo.
La calle Byron se iba empinando y alcanzaba su punto más alto hacia la mitad de su trazado. Y justo allá arriba se alzaba nuestro nuevo hogar. Ivy se quedo en cantada en cuanto lo vio.
-¡Mirad!-gritó-.Hasta tiene nombre.
La casa había sido bautizada igual que la calle y las letras de BYRON aparecían con elegante caligrafía en una placa de cobre. Mas tarde descubriríamos que todas las calles colindantes llevaban nombres de poetas románticos ingleses: Keats Grove, calle Coleridge, avenida Blake… Byron iba a ser nuestro hogar y nuestro santuario durante nuestra existencia terrestre. Era una casa de piedra arenisca cubierta de hiedra que quedaba bastante apartada de la calle, tras una ferja de hierro forjado y un portón de doble hoja. Tenía una hermosa fachada simétrica de estilo georgiano y un sendero de grava que iba hasta la puerta principal, cuya pintura se veía desconchada. El patio estaba dominado por un olmo majestuoso, y alrededor crecía una enmarañada masa de hiedra. Junto a la verja había una autentica profusión de hortensias y sus corolas de color pastel temblaban bajo la escarcha de la mañana. Me gusto aquella casa: parecía construida para resistir todas las adversidades.
-Bethany, pásame la llave- dijo Gabriel.
Guardar la llave había sido la única misión que me habían encomendado. Tantee los hondos bolsillos de mi vestido.
-Tiene que estar por aquí- aseguré.
-No me digas que ya la has perdido, por favor.
-Hemos caído del cielo, ¿sabes?- le dije, indignada-.Es muy fácil que se te pierdan las cosas.
Ivy se echo a reír de repente.
-Las llevas colgadas del cuello.
Di un suspiro de alivio mientras me quitaba la cadenita y se la tendía a Gabriel. Cuando entramos en el vestíbulo vimos que la casa había sido preparada concienzudamente para nuestra llegada. Los Agentes Divinos que nos habían precedido habían cuidado de todos los detalles sin reparar en gastos.
Allí todo resultaba luminoso. Los techos eran altos, las habitaciones espaciosas. Junto al pasillo central había una sala de música a mano izquierda y un salón a la derecha. Mas al fondo, un estudio daba a un patio pavimentado. La parte trasera era un anexo modernizado del edificio original y contenía una amplia cocina de mármol y acero inoxidable que daba paso a un enorme cuarto de estar con alfombras persas y mullidos sofás. Unas puertas plegables se abrían a una gran terraza de madera roja. Arriba estaban los dormitorios y el baño principal, con lavabos de mármol y bañera hundida. Mientras nos movíamos por la casa, el suelo de madera crujía como dándonos la bienvenida. Empezó a caer una lluvia ligera y las gotas en el tejado de pizarra sonaban como los dedos de una mano delicada tocando una melodía al piano.




Esas primeras semanas las dedicamos a hibernar y a orientarnos un poco. Evaluamos la situación, aguardamos con paciencia mientras nos adaptábamos a aquella forma corporal y nos fuimos sumergiendo en los rituales de la vida diaria. Había mucho que aprender y, desde luego, no era nada fácil. Al principio, dábamos un paso y nos sorprendía encontrar suelo firme bajo nuestros pies. Ya sabíamos que en la Tierra todo estaba hecho de materia entrelazada con un código molecular que producía las distintas sustancias—el aire, la piedra, la madera, los animales--, pero una cosa era saberlo y otra experimentarlo por ti misma. Estábamos rodeados de barreras físicas. Teníamos que movernos sorteándolas y tratar de evitar al mismo tiempo la sensación de claustrofobia. Cada vez que tomaban un objeto, me detenía maravillada a considerar su función. La vida humana era muy complicada; había maquinas para hervir el agua, enchufes que conducían la corriente eléctrica y toda clase de utensilios en la cocina y el baño pensados para ahorrar el tiempo y proporcionar comodidad cada cosa tenia una textura distinta, un olor diferente: era como una fiesta para los sentidos. Saltaba a la vista que Ivy y Gabriel habrían deseado librarse de todo aquello y regresar al gozoso silencio, pero yo disfrutaba de cada detalle y de cada momento por mucho que a veces me resultara un poco abrumador.
Algunas noches recibíamos la visita de un mentor sin rostro y con túnica blanca, que aparecía sin mas sentado en una butaca del salón. Ignorábamos su identidad, pero sabíamos que actuaba como mensajero entre los ángeles de la tierra y los poderes superiores. Iniciábamos entonces una sesión informática durante la cual exponíamos los problemas de la encarnación física y obteníamos respuesta a nuestras preguntas.
--El casero nos ha pedido documentos de nuestra residencia anterior—dijo Ivy durante el primer encuentro.
--Nos disculpamos por el descuido. Nos ocuparemos de ello, dalo por hecho—respondió el mentor. Todo su rostro se hallaba velado, pero al hablar desprendía nubecillas de niebla blanca.
--¿Cuánto tiempo se supone que ha de pasar para pos del todo?—quiso saber Gabriel.
--Eso depende—dijo el mentor--. No tendrían que ser más que unas pocas semanas, a menos que os resistáis al cambio.
--¿Qué tal les va a los demás emisarios?—Ivy parecía inquieta.
-- Algunos, como vosotros, se están adaptando todavía a la vida humana, y otros ya se han lanzado directamente a la batalla—contesto el mentor--. Hay algunos rincones de la Tierra plagados de Agentes de la Oscuridad.
--¿Por qué me da dolor de cabeza el dentífrico?—pregunte yo. Mi hermano y hermana me echaron un vistazo con aire severo, pero el mentor permaneció imperturbable.
--Contiene una serie de ingredientes químicos muy potentes para matar las bacterias—dijo--. En una semana esos dolores de cabeza deberían haber desaparecido.


Cuando terminaban las consultas, Gabriel e Ivy se quedaban siempre a charlar aparte y yo no dejaba de preguntarme que seria lo que yo no podía escuchar.
El primer y principal desafío era cuidar de nuestros cuerpos. Eran frágiles. Precisaban alimentos y también protección frente a los elementos externos; el mío mas que el de mis hermanos porque yo era joven. Aquella era mi primera visita y no había tenido tiempo de desarrollar ninguna resistencia. Gabriel había sido un guerrero desde el albor de los tiempos e Ivy había recibido una bendición especial y poseía poderes curativos. Yo era mucho más vulnerable. Las primeras veces que me aventure a dar un paseo, regrese tiritando porque no había caído en la cuenta de que no llevaba ropa adecuada. Gabriel e Ivy no sentían el frio, aunque sus cuerpos también requerían mantenimiento. Al principio nos preguntábamos por que nos sentíamos desfallecidos a mediodía; solo luego comprendimos que nuestros cuerpos precisaban comidas regulares. Preparar la comida era aburridísimo y, al final, nuestro hermano Gabriel se ofreció gentilmente a encargarse de ello. Había una buena colección de libros de cocina en la biblioteca y tomo la costumbre de estudiarlos detenidamente por las noches.
Reducíamos nuestros contactos humanos al mínimo. Hacíamos la compra a horas intempestivas en Kingston, un pueblo mas grande que quedaba al lado, y no le abríamos la puerta a nadie ni cogíamos el teléfono si llegaba a sonar. Dábamos largos paseos cuando los humanos estaban encerrados tras las puertas en sus casas. A veces íbamos al pueblo y nos sentábamos en la terraza de un café para observar a los transeúntes, aunque fingíamos estar absortos en nuestra propia charla para no llamar la atención. La única persona a la que nos presentamos fue al padre de Mel, el sacerdote de Saint Mark´s, una pequeña capilla de piedra caliza situada junto al mar.
--Cielos—dijo al vernos--.Así que habéis venido al final.
Nos gusto el padre Mel porque no nos hacia preguntas ni nos pedía nada; simplemente se sumaba a nuestras oraciones. Confiábamos en que, poco a poco, nuestra sutil influencia en el pueblo hiciera que la gente volviera a conectarse con su espiritualidad. No esperábamos que se volvieran fieles practicantes y que acudieran a la iglesia todos los domingos, pero queríamos devolverles la fe y enseñarles a creer en los milagros. Con que se limitaran a entrar en la iglesia, de camino al supermercado, para encender un cirio, ya nos contentaríamos.
Venus Cove era una soñolienta población costera: el tipo de lugar donde todo sigue siempre igual. Nosotros disfrutábamos su tranquilidad y nos aficionamos a pasear por la orilla, normalmente a la hora de la cena, cuando la playa estaba casi desierta. Una noche fuimos hasta el embarcadero para contemplar los barcos amarrados allí, pintados con colores tan llamativos que parecían sacados de una postal. Hasta que llegamos al final del embarcadero no vimos al chico solitario que había allí sentado. No podía tener mas de diecisiete años, aunque ya era posible distinguir en el al hombre en el que habría de convertirse con el tiempo. Llevaba uno pantalones cortos de camuflaje y una camiseta blanca holgada y sin mangas. Sus piernas musculosas colgaban del borde del embarcadero; estaba pensando y tenía al lado una bolsa de arpillera lleno de cebos y sedales. Nos detuvimos en seco al verlo, y habríamos dado media vuelta en el acto si el no hubiera advertido nuestra presencia.
--Hola—dijo con una franca sonrisa--. Una noche agradable para caminar.
Mis hermanos se limitaron a asentir sin moverse del sitio. A mi me pareció que era muy poco educado no responder y di unos pasos hacia él.
--Sí, es cierto—dije.
Supongo que aquel fue el primer indicio de mi debilidad: me deje llevar por mi curiosidad humana. Se presumía que debíamos relacionarnos con los humanos, pero sin entablar amistad con ellos ni dejar que entran en nuestras vidas. Y yo ya estaba en aquel momento saltándome las normas de la misión. Sabía que debía quedarme callada y alejarme sin más, pero lo que hice, por el contrario, fue señalar con un gesto los sedales.
--¿Has tenido suerte?
--Bueno, lo hago para divertirme—dijo, ladeando el cubo para mostrarme que estaba vacio--. Si pesco algo, lo vuelvo a tirar al agua.
Di otro paso hacia delante para verlo más de cerca. Su pelo, castaño claro, tenia un brillo lustroso a la media luz y le oscilaba con gracia sobre la frente. Sus ojos, claros y almendrados, eran de un llamativo azul turquesa. Pero lo que resultaba del todo fascinante era su sonrisa. O sea que era así como había que sonreír, me dije: sin esfuerzo, de modo espontaneo y decididamente humano. Mientras seguía observándolo, me sentí atraída hacia el por una fuerza casi magnética. Sin hacer caso de la mirada admonitoria de Ivy, di un paso más.
--¿Quieres probar?—me dijo, percibiendo mi curiosidad, y me tendió la caña.
Estaba devanándome los sesos para encontrar una respuesta adecuada cuando Gabriel respondió por mí:
--Vamos, Bethany. Hemos de volver a casa.
Solo entonces advertí el modo formal que tenia Gabriel de hablar, comparado con el del chico. Las palabras de Gabriel parecían ensayadas, como si estuviera representando la escena de una obra de teatro. Eso era probablemente lo que el sentía. Sonaba igual que los personajes de esas viejas películas de Hollywood que había visto en la investigación previa.
--Quizás otro día—dijo el chico, captando el tono de Gabriel. Yo me fije en las arruguitas que se le formaban en el rabillo de los ojos al sonreír. Algo en su expresión me hizo pensar que se estaba riendo de nosotros. Me aleje a regañadientes.
--Eso ha sido muy grosero—le dije a mi hermano cuando el chico ya no podía oírnos. Me sorprendí a mi misma al decirlo. ¿Desde cuando nos preocupaba a los ángeles dar una impresión de frialdad? ¿Desde cuando había confundido yo los modales distantes de Gabriel con la pura y simple grosería? El estaba hecho así: no se sentía a sus anchas con los humanos, no entendía su modo de ser. Y no obstante, yo le estaba reprochando precisamente su falta de rasgos humanos.
--Hemos de andarnos con cuidado, Bethany—me explico, como si le hablara a una cría desobediente.
--Gabriel tiene razón—añadió Ivy, que siempre se aliaba con nuestro hermano--. Todavía no estamos preparadas para mantener contactos humanos.
--Yo sí—dije.
Me volví para echarle un último vistazo al chico. Aun seguía mirándonos y sonriendo.